Helga podría
ser una mujer a la que le guste mucho el café, podría amar a los gatos y mirar
la luna cuando está a la mitad y bien amarilla. Helga podría decir que una cosa
le gusta más que la otra o que su nombre empieza con H en vez de con R. Helga
tiene un problema de autopercepción.
Pero Helga
no es la mujer que está llorando en este momento, a la que vemos mirarse en el
espejo y hablarse o hablarle a lo que ella ve del otro lado del espejo. No, esa
no es Helga. Esa es otra mujer que está llorando por alguna cosa en especial la
cual no podemos especificar ahora.
Si, puede parecer
que Helga sea el típico personaje de mujer sensible y deprimida y desilusionada
de todo lo que la rodea. Pero no. Helga no es la que estaba llorando hace un
rato, a la que veíamos en el espejo (hablando) a través del pasillo, a través
de su reflejo, a través de Helga.
Helga no se
conoce, ni sabe por qué quiere irse a vivir a Buenos Aires, no sabe qué es lo
que la ata al color azul, o por qué todo su cuerpo y lo que circula adentro
está guardado en cajas: miles y miles de cajitas que se empeñan en desacomodarse
y flotar y dejar escapar su contenido.
Helga dejó
de tener capacidad para recordar cosas. Todo empezó hace unos dos meses aunque
no sabe bien por qué, de repente, un dolor fuerte de cabeza y todo se llena de
niebla. Desde ese momento, Helga solo sabe que su nombre empieza con H y no con
R, y que los domingos son los días en que todo vuelve empezar, cuando atraviesa
el portal, cuando le roza el cachete a Ludovico y nota cómo él siente una
presencia fría imposible de explicar. Helga no es la que recién estaba
llorando, pero también llora, cuando está sola y nadie la ve.
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