sábado, 12 de abril de 2014

Mi ventana da al polo norte


Siempre quise tener un cuarto como el de Arnold.
Ponerme auriculares, agarrar la campera,
y salir a caminar. Mojarme con la lluvia,
alejar los ruidos de la calle con el movimiento
de las nubes. Caminar hasta que se me acaben
las canciones, caminar hasta que se me acaben
las ideas y los huesos, caminar hasta olvidarme lo
que es caminar. Sentarme en el banco de alguna plaza
que se deje mojar por el agua
que me llene de barro hasta la punta
de mi nombre, refugiarme abajo de las goteras de los árboles.
Llegar a mi casa toda mojada, colgar el saco en la entrada
y subir la escalera de madera.
Y saber
que el vidrio de la ventana gigante
que adorna el techo de la habitación,
justo encima de mi cama,
está empañado por la confluencia de todas las almas,
por las voces que salen todas juntas a despedir
el agua
que emana de la calle y no del cielo
para después subir hasta el vidrio,
en el medio del silencio,
y llenarlo de hielo arriba mío. 






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