Llamándonos
Y nunca más volvimos a encontrarnos después de la famosa charla
telefónica. Puse famosa porque durante mucho tiempo aquella charla fue famosa
para nosotros, y porque aunque ahora ya no hablamos más de ella –porque no
hablamos más– ahora siguen hablando de ella sus amigas y los novios de ella y
de sus amigas. Todos hablan, la nombran; todos siguen imaginando aquella charla
de mil maneras, con mil distintos desenlaces y por mucho tiempo más, pienso,
seguirán charlando todos y comentándose la charla.
Pero aquella charla es más famosa para mi corazón, porque desde entonces
nunca más ella y yo volvimos a vernos. ¿En Buenos Aires? ¿Es posible que en
Buenos Aires, dos, nunca más hayan vuelto a encontrarse? Sí: es posible. Ni nos
vimos, ni yo la vi, ni creo que tampoco ella a mí me haya visto.
Pero desde hoy serán las dos famosas: la charla y ella. Voy a nombrarla,
se llama Diana Rivera Posse y fue mi amante por un tiempo: tres meses. Es una
mujer alta, de ojos notables y manos grandes y ahora va a ser famosa por esta
historia de la charla telefónica que comienzo a contar.
Diana: fuimos amantes por un
tiempo. Nada serio. Nos encontrábamos algunos viernes. Salíamos a comer.
Recuerdo que comimos en el antiguo restaurante japonés, en Bistró, en el griego
de Córdoba y Montevideo y en la cantina El Viejo Pop de Mar del Plata.
Dormimos juntos algunos de esos viernes –nada importante– y tres noches
seguidas de aquel fin de semana largo de abril que nos fuimos al mar. Por lo
demás, nos vimos poco.
Algunas mañanas llamaba a mi
oficina: “estoy libre”, decía, y yo a veces arreglaba una cita, fingía un
almuerzo de negocios y corría a abrazarla en mi piecita por unas horas. Era
otoño: algunos mediodías de calor salimos apurados y sin bañarnos y al caer la
tarde, en la oficina, yo sentía subir del saco olor a ella, olor a mí y olor a
ensayo de bailarinas y perfumes mezclados.
Algunas veces la llamé yo. Atendía el padre o la madre y nos citábamos en
un café después de la comida. Esas noches nos besábamos en el auto pero no nos
acostábamos: ella debía levantarse temprano para sus clases y yo andaba
arrastrando mis ganas de olvidarme de todo y sentarme a escribir. Llamo a esto
escribir. Y ella ahora será famosa: todos sabrán desde hoy que en la fiesta de
Caride nos acostamos en uno de los dormitorios del segundo piso con Equis –esa
actriz peronista– y que enseguida se agregó a nuestro grupo Marcelo Siano, que
trabaja en Wrigley’s y puede atestiguarlo, y que más tarde se vino con nosotros
Gonzalo Roca trayendo una botella, y que más tarde los tres hombres nos
sentamos a beber directamente de la botella de Chandon, mirándolas a Diana
Rivera y a la estrella peronista que jugaban a morderse y hacerse marcas como
gatas mientras el novio (el que había sido su novio hasta poco antes y que me
dicen que ahora ha vuelto a ser su novio) bailaba en el living de la planta
baja.
No sé por qué, siempre los novios verdaderos bailan cuando las mejores
cosas están sucediendo en la realidad. Me lo imagino ahora al novio bailando en
algún otro lugar, musical, elástico, y sabiendo que desde hoy tiene una novia
famosa: Diana. Dudo que ella lo ame.
Ni a mí me amaba. Fuimos amantes, pero no nos amamos hasta la vez de
aquella charla telefónica. Me había llamado ella. Era domingo; yo estaba
trabajando, cansado, y necesitaba liquidar un informe para la edición de la
tarde del lunes. Ella quería que le hablase. Conté qué estaba haciendo, qué
había hecho la noche anterior y lo que pensaba serían mis planes para ese día y
el siguiente.
Quisimos vernos. Casi acordamos
una cita, pero después dije que no, que nos veríamos el martes, que fijaríamos
la cita durante la mañana del martes.
Y yo hasta aquel domingo nunca la había amado, pero esa vez la amé:
–¿Y si nos vemos en Fred’s el martes?– sugería ella.
–Sí –dije–. Puede ser. y si no, te llamo a la mañana…
Y así comenzó todo: ella dijo que mis palabras la tocaban.
–¿Cómo? –pregunté .
–Me tocan –dijo ella–. Siento que me tocás: Me tocan.
Quise saber, pregunté más.
–¿Dónde te tocan?
–Ahí –contestó–, me están tocando ahí…
–Tocame vos –pedí y ella dijo que era “precioso”.
–No –le dije–. Eso no me toca.
–¡Sos hermoso y precioso! –repitió.
–Tampoco toca –dije.
–¡Sos asqueroso! –probó ella.
–¿Cómo asqueroso? –pregunté yo, sintiendo algo.
–¡Como un sapo asqueroso y hermoso! -contestó.
–Puta –le dije y averigué–: ¿Te toca si te digo puta?
–Sí –dijo como un suspiro–. ¡Sí! Y cuando te hablo yo… ¿Te toco?
–No, vos no. Me toco solo. Yo, me toco –anuncié–. ¿Te toca?
–¡Baboso! –ella me dijo y:
–Tortillera –le dije yo, sintiendo que respiraba fuerte, y más (pidió que
le dijera más) y yo
dije “baba”, “rata”, “gata”, “tortillera” y también que la estaba
tocando:
–Te toco entre las piernas con un teléfono asqueroso negro –amenacé.
–¿Sucio? ¿Enchastrado? –indicó ella.
–Sí –le juré y entonces me di cuenta que ella estaba jadeando de verdad.
No entendía por qué; quise saber:
–¿Te estás tocando, vos…?
–No; vos me tocás. ¡Cuando hablás me tocás! –susurró ella.
–¿Será porque me toco…? –Supuse y probé: –¿A ver?
–Ahora sí –decía ella–. ¡Ahora no… ! ¡Ahora… sí!
Y acertaba siempre y jadeaba. Jadeaba más cuando decía que sí, y creo
recordar que
también acertaba siempre: si yo tocaba, ella decía que sí y sentía. Pero
¿dónde?
–¿Dónde? –le volví a preguntar.
–Ahí, te dije, ¡ahí…!
–¿Cómo?
–Como si yo tuviera un…
–¿Y no tenés, acaso, un…?
–Sí, pero uno igual a vos. ¡Uno igual…! –exclamó y entonces jadeó más y
le dije que pronto cortaríamos la comunicación y ella dijo que también cortaría
al mismo tiempo, y estoy casi seguro de que también esa primera vez cortamos
juntos, al mismo tiempo.
Desde entonces no volvimos a vernos; nunca la vi, y creo que ella a mí
nunca me vio. El martes, cuando la llamé desde la oficina, dijo que no quería
verme. “Nunca más”, dijo. “Hablame”. Entonces ese mediodía fui a mi piecita y
desde ahí la llamé.
Y seguimos llamándonos muchas veces. Siempre juntos, al mismo tiempo,
hablábamos.
Adivinaba ella cada vez, decía “sí” al tocar, como suspirando y yo también
sentía que sus palabras me tocaban y eso, –ahora puedo reconocerlo–, lo aprendí
de ella, pero solamente me sucedió con ella.
Siempre hablábamos. Siempre llamaba ella, a veces yo. Me sucedía una
cuestión de orgullo: esperar a que llamase. Siempre llamaba ella, y si yo
pasaba lejos de la piecita varios días entonces calculaba que ella había estado
tratando de llamarme, y la llamaba yo.
“¿Llamaste?”, preguntaba. “¡Sí!”, decía ella, “…pero no contestabas”.
¡Cuántas veces tomé el tubo del teléfono y dije: “hola” con el tono de
voz que bien sabía que la tocaba y me sorprendía alguna voz distinta
preguntando por mí, por “señor Fogwill”, como si el que había pronunciado aquel
“hola” no hubiera sido yo!
¿Cuánto duró? Tres meses, cuatro. Para entonces, nuestra charla había
comenzado a volverse famosa. Las amigas… Algunas me llamaban, decían un nombre
falso, y me pedían que hablase, pero no era lo mismo. Sólo con ella –vuelvo a
nombrarla– sólo con Diana, las cosas solían producirse de aquel modo. Y después
todo se derrumbó. Una sola vez que nos falló, dejamos de llamarnos. Cuestión de
orgullo, o miedo de que ya no pudiera tocarla con mi voz. Como ella no llamaba,
tampoco llamé yo. La última vez que hablamos. sintió mi voz y dijo no, que
ahora tampoco, que ya no sería más posible, que nada más valía la pena, y que
ya todo se había terminado.
¿Terminado?
Ahora que todos hablan, ahora que hasta han escrito una novela con
nuestro tema, ahora que todos saben la historia de la famosa charla y ahora que
ella también ha comenzado a ser famosa como la charla, dudo que algo haya
terminado. Creo que algo comienza: pienso que escribo y que ahora todo lo
escrito vuelve a tocarla a ella y entonces vuelve eso a tocarme a mí, como un
reflejo, y siento que es mejor que hayamos dejado primero de vernos, y después
de hablarnos, porque hay nuevas maneras de hacernos eso, contárnoslo, mostrando
a todos la verdad de lo que es nuestro amor, esta nueva manera, el mejor modo de
nuestro amor.
A las amigas, a los novios de ella y de las amigas, y a todos los que
escuchen en cualquier parte sus famosas grabaciones de nuestras charlas, se les
formó una idea equivocada de nuestro amor. Nuestro amor no eran esas voces y
ruidos que escucharon grabado tantas veces. Nuestro amor fue todo lo que
hicimos y que ahora circula entre nosotros, entre todos los que en un mismo
instante estaremos leyendo una vez, otra vez más, (¡más! ¡más!), la historia de
la famosa charla, y a un mismo tiempo, en diferentes sitios y sobre diferentes hojas
de papel, una vez más, muchas veces (más, más) de esa historia famosa de amor sintamos
juntos el final.
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